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DIÁLOGOS NO CASUALES

  • Foto del escritor: Diego Quispe Sanchez
    Diego Quispe Sanchez
  • 9 mar 2015
  • 5 Min. de lectura

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Por Abel Abril

Desde el momento que salí de casa apurado rumbo al paradero e incrustar las manos dentro de mi maletín, al no sentir los lentes, calculé que este día sería pesado. Un dolor fuerte de cabeza me avecinaba puesto que ver la pantalla de la PC en el transcurso de las 24 horas era como respirar para mí. Sin embargo, me sorprendió ese aire caliente que roza mis ojos e incómoda mis parpados no eran producto de la pantalla, o el reflejo de la luz, era por otro motivo que más adelante me daría cuenta.

El trabajo acabó más rápido de lo esperado, aproveché en recoger un encargo que alimentaba mi lado metrosexual y sumaba parte a mi egocentrismo interno. Tomé un bus en el pudriente calor limeño, que no es cálido, mucho menos alegre, sino un horno salvaje que me recuerda a los últimos minutos de la película Presagio.

Promediaban las cinco de la tarde, yo seguía aún tambaleado por la llamada realizada ayer, pues sí; era su cumpleaños de ella (a quien pondré el nombre de “x”), fue una conversación chistosa, pero a la vez hipócrita porque sentí que nunca hablamos de lo que realmente deseábamos conversar, o de pronto era yo quien dentro de mi inmadurez romántica creía que se tenía que volver a tocar ese tema, y mientras fingiendo la risa y sintiendo una patada en el miembro, hablaba de los más fresco por el teléfono, deseando buenas vibras, buenos augurios, deseándole lo mejor; pero también deseándola a ella.

No pude dormir bien, y más mi soledad tramitadora por la Av. Abancay, las remotas ganas de despertar el lado más ebrio en mi minúsculo comportamiento bohemio me pedía a gritos una cerveza, no sé si deseaba tomar, pero deseaba beber para encontrar con quien conversar.

Ingresé donde el sastre para recoger el encargo, pero no estaba listo aún, debía volver a las siete; y por ende andar como sonámbulo por las calles del centro de lima para que pasen los minutos, decidí sentarme en una banca a leer (siempre cargo una novela o crónica en mi maletín), eso me dio aún, más ganas de sentarme en un bar y embriagarme como un vikingo después de conquistar una tierra, como un “rockolero” de mala vida buscando una mala muerte. O también, solo deseaba charlar con alguien. Charlar con la primera persona que me topara y tan solo me pregunte ¿Qué te cuentas?, pero a ello se sumó el dolor de cabeza que no desaparecía, los estornudos continuos y los constantes malestares de cuerpo que hacía doblar mis rodillas de debilidad; solo había una explicación: me quería dar la gripe, por lo tanto tomar licor me haría peor.

Entre en una cafetería y me atendió la misma mesera de siempre quien me preguntó – ¿Y tú, a los años? ¿Qué ha sido de tu vida? – Sonreí y solo atiné a decirle que estaba con hambre y deseaba tomarme un jugo y una hamburguesa. – ¿Has almorzado?, dijo. – Si no te preocupes, comí temprano, pero igual tengo una ganas de comerme un sándwich, y por favor, ya no me traigas jugo, mejor un café.

Mientras ella trapeaba el local que ya estaba a punto de cerrar, lo cual me sorprendió pues siempre lo hacen en horarios nocturnos, dentro de mí insistía la posibilidad de pedirle una cerveza helada, pero decidí primero acabar con mi café, mientras teníamos pequeños lapsos de conversación y sonrisas que podrían ser interpretadas como coqueteos, pero ella me miraba y me preguntó -¿Te pasa algo? – No, solo es un dolor de cabeza, creo que es una gripe ¿Por acá hay una farmacia? – Creo que no, me respondió.

Cruzamos miradas, ella era linda y no lo podía negar, tenía mi edad; observaba su sonrisa como también su cintura mientras mi lado perverso deseaba invitarla a salir para olvidar mi estado feeling del lunes, y a ver si pasaba algo. Terminé mi hamburguesa, luego mi café y por último mi cerveza, esperé que la mesera menos agraciada pasara de largo para llamarla especialmente a ella, quería que me cobre la cuenta para pedirle su celular y cuenta de Facebook, no me hice rodeos y romí sus timidez de primera vista, saliendo de ahí y con la información contenida – no sé si la llamaría realmente, pero mi yo superficial deseaba explorar más su mirada – estaba seguro que era producto de la tristeza que me abordaba por no abrazar o dar cariño a quien realmente quería darlo: X.

Faltaban 10 minutos para las siete y el cielo ya estaba oscuro, no soporte las ganas de fumar un cigarro mientras me dirigía hacia allá, lo encontré planchando la prenda encargada; me gusta ir allá porque siempre hay un tema de conversación con aquel señor que recién me enteré- es natural de Ancash- tiene una esposa y dos hijas en la universidad, conoció al dueño de mi centro de estudios – nos produce sonrisas malévolas rajar de ese congresista- ese adulto de más de 50 años que cuando toqué el tema del fútbol, la selección peruana y los mundiales, sacó al aire una respuesta que me dejó helado. – Yo no pude disfrutar mucho el Mundial de los años 70. – ¿Por qué? ¿Cuántos años tenía? – 13 años, pero ese año y en ese campeonato perdí a toda mi familia en aquel famoso terremoto que tanto daño hizo al país. ¿Completamente toda su familia? – Sí toda, respondió – No sabía que responder, que decir, si cambiar el tema, desviar la conversación, pagar e irme rápido, no lo sé; pero a buena hora, él siguió charlando conmigo, me enteré que quedó huérfano en su pubertad, estudió en un internado en San Juan de Miraflores; luego trabajó ahí y decidió preparase para ser sacerdote, pero como él dijo: “las faldas pudieron más que yo”.

Un silenció abordó por un instante la situación, pero me tranquilizó mucho escucharlo, puesto que el tolondrón en mi cabeza estaba desapareciendo aunque el dolor gripal estaba intacto. Aún no podía creer que aquella persona tenga el valor de contarme de forma tan fría como perdió toda su familia en un día.

Entre preguntas y respuestas, recorrimos casi todos los gobiernos desde Bermúdez hasta Toledo, desde el terrorismo hasta el conflicto con Ecuador, desde la historia de un amigo lejano quien tuvo que dejar la sierra por ser amenazado por un senderista y que años más tarde lo encontraría por Cajamarca con la cabeza enterrada y un silencio culposo mientras era increpado, no por su pasado subversivo, sino porque tuvo que delatar a varios de sus “compinches” para salvarse a él – Su vida igual estaba destruida, dijo el sastre.

“Hay que tener más de dos testículos para soportar ello tan fuerte como perder toda la familia” decía mi conciencia, pagué el encargo, me despedí del señor prometiéndole que pronto volvería, no para remodelar algún traje, sino para ser receptor de las múltiples anécdotas guardadas dentro de su pasado.

Cruce hacia el Jr. Ancash y al pasar por la casa de la Literatura me topé en un bar solitario, pero decente a fin de cuentas, donde el pisco era presentado en un santuario andino, norteño e incaico, donde mi garganta ardía tentada por el alcoholismo y donde aún quería olvidar aquel lunes y esos ocho minutos en el teléfono con “X”.


 
 
 

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