IMAGÍNATE UN RUMBO DISTINTO
- Diego Quispe Sanchez
- 18 may 2015
- 4 Min. de lectura

Por Abel Abril
Un fin de semana representa para el mayor porcentaje de personas de mi edad los días de bohemia más grande de sus vidas, ese momento donde la noche es un refugio de placer y podemos olvidar la ahogante rutina, el estrés y divertirnos - tomar la ciudad, conocer personas y por qué no - desvanecerse en el placer sexual.
“¿A quién no le ha pasado” es la máxima justificación.
Es la ley de la bohemia sabatina. Tú no puedes cometer el pecado infernal de no tener planes para un viernes, sábado, domingo o los tres días seguidos. Quedarse en casa representa la peor opción para quien busca aventuras en la capital.
Estás ideas, está de más decir, son tentadoras y provocativas, esos espectros alienados lo ven como un respiro que luego sufrirá el desenlace de convertirse en una anécdota más del lunes –el día preciso en donde se cuenta los actos perversos de resaca– escapar es muy difícil. Pero, ¿Por qué no cambiar ello?
Recuerdo que de niño no gustaba salir de casa, me acostumbré a sentir placer por ello debido a las costumbres que ahí influían mis progenitores. Ahora con unos años más y teniendo todas las cartas servidas para poder caer dentro del abismo de Sodoma y Gomorra, opté por salir de casa, pero con un rumbo distinto; ya no tomar los parques como un hotel consecuencia del estado ebrio del cuerpo, mucho menos, invadir la costa verde y sus bancas para remplazar un bar de la Plaza San Martín o Barranco con su gente alondra.
Un pasaje con rumbo directo a más de 4 mil metros de altura sería una alternativa nueva, algo descabellado puesto que desconocer el destino implica riesgos, pero que al fin y al cabo; cambiaría la clásica agenda del viernes. Un bus lleno de cajones, maletas evadían todas las cosas que por más tres años consideré repetitivas.
No me importa ahora más que nunca, coger ese bus de las 4pm lleno de costales y gente que en su mayoría domina el quechua. Siento que existe más confraternidad ahí.
Ya no tomo en cuenta el dolor de cabeza que me producirá la altura, mucho menos, los vómitos al llegar a la sierra, el adormecer de mis rodillas, la helada en los dedos, las bolsas alcanzadas por las terramozas que en múltiples ocasiones juegan el rol de inodoro o recipiente para devolver lo bebido, siento que en todo ese conjunto de situaciones existe más libertad que estar rodeados de edificios, humo y vasos de trago girando en paralelo con chicas de vestido corto.
Es fascinante lo que uno puede lograr al salir de la metrópoli y también, las experiencias que uno adquiere.
La primera vez que partí, vomité tres veces en menos de una hora, al llegar a mi destino estuve todo el día en cama sin ingerir alimentos y con un dolor enorme de cabeza. “El aire produjo ello”, afirmaba mi abuelo.
Los clásicos destinos de perdición apuntan dirigirse a distritos con gente pudiente, lugares donde las residencias están rodeando avenidas y las avenidas bordan rascacielos. La dirección que apuntaba ahora ya no formaba parte de estos sitios, preferí avanzar hacia lo más pobre, pero cálido a la vez. Estar en un lugar alejado del mundo y sus conflictos, de las noticias; de los constantes bombardeos publicitarios.
Escapar del afán de las personas en tener una apariencia extranjera y menos autóctona, en preferir el inglés que el quechua o aimara, en utilizar el término “cholo” para insultar y degradar la autoestima de quien nos ofende o simplemente deseamos arruinarle el día malinterpretando el adjetivo. Es mejor dejar esto, para terminar en un paradero desconocido, la provincia más pobre del país suena bien, aquí la falta de recursos no es impedimento para ser atendido como realmente uno merece.
Pero en fin, forma parte una alucinación más.
Hoy me encuentro frente a la PC, encerrado en mi cuarto, sin deseos de salir, sin intención de dar rienda suelta a la personalidad etílica que nos posee al culminar la semana; pero con ansias de dirigirme hacia un lugar despejado.
Observar un cielo azul cargado de nubes. Quitar de mi mente las imágenes de cerros grises colmada de casas, chozas y moradas pudientes adaptadas a falta de territorio.
Solo es un retrato de mi imaginación, escapar pronto será mi más fuerte propósito.
Ese retrato que mi subconsciente siempre visualiza, las casas aún de adobe, las ovejas encerradas y sus ruidos, la única losa deportiva, el poco bagaje de canales de TV que produce no enterarnos de los homicidios diarios junto a los malos movimientos de funcionarios “amantes de la patria”, la única escuela con capacidad para menos de cincuenta personas, la solitaria bodega y el olvidado territorio.
No sé si estando ahí uno sienta que el Perú lo olvida, o el alivio de la naturaleza permite que uno se olvide del otro Perú, ingrato como el amigo que nuca te llama y encima reclama atención, como el pariente que no visita y solo se acerca para invitarte a alguna actividad pro fondos organizada por él, como las llamadas de bancos para ofrecerte créditos cuando nunca te lo dieron acercándote a plataforma, como el católico convenido que solo asiste a misa por desgracias que le ocurren.
Sí, es mejor dejar todo esto, a pesar que sigo sentado imaginando un lugar así, no pierdo la esperanza de pisar barro, congelarme y dormir encima de la piel seca de carnero, y despertar con un caldo hervido con leña ante la ausencia de gas, eso no es vida dirán los acomodados y ebrios parranderos, yo más que eso, lo llamo realmente “Vivir” y no existir para que otros vivan de nosotros.
No saldré de aquí por ahora, pero mi mente aún permanece en esos pueblos que producen el olvido de la contaminada rutina y su afán hedonístico.
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