EL TIEMPO SUPLEMENTARIO DE LOS AÑOS
- Diego Quispe Sanchez
- 7 jun 2015
- 4 Min. de lectura

Por Abel Abril
El domingo me desperté temprano para caminar por el parque junto a Cielo y Motta, es muy difícil para mí hacer esto de lunes a sábado por la rutina que llevo, así que las mañanas húmedas de los domingos en Lima son perfectas para salir un momento con las dos niñas de mi humilde hogar: niñas de cuatro patas con bigotes y cola.
No suelo hablar mucho con mis vecinos, guardo mucho silencio, salvo un “buenos días” u “hola”, pero todo queda en saludos congelados sin mayor estímulo hacia una conversación, pero lo que observé esa mañana me trajo recuerdos.
Al volver del parque, dejé a Cielo y Motta desayunando. En casa todos aún dormían, así que fui en busca del “pan de cada día”. Era las diez de la mañana, no encontré nada, solo el clásico periódico del domingo cargado de clásicos homicidios. Más declaraciones sobre Belaunde Lossio, conflictos en Tía María y la seudoesperanza futbolística de nuestro balompié, entro otros. Al llegar a la esquina de mi calle pude ver a lo lejos un señor sentado en la vereda de mi casa, un ser adulto con sombrero y chaleco, vestido formal, joroba pronunciada y rostro arrugado.
Estaba ahí solitario, sin hacer nada, como esperando que alguien le proponga realizar una actividad, mirando cualquier cuerpo que transitará cerca de él, pero me di cuenta que el único que consideraba su presencia era yo.
Cuando mi abuelo dejó este mundo, nunca pude asistir a su velorio - todo fue de improviso - aunque la partida solo era cuestión de meses de espera que culminaron en abril y por tratarse de una emergencia, casi toda mi familia dejó Lima para asistir a la despedida eterna del patriarca de mi apellido materno, y yo sobrecogido en tristeza no podía ocultar la impotencia de no ir, pero tuve que quedarme.
El anciano sentado a un paso de mi humilde morada de ladrillos, era una imitación de él, sus clásicos sombreros, la camisa de vestir y la chompa de cuello “V” forman parte del conjunto de similitudes entre ese señor y mi abuelo. Un hombre que vivió su vejez solventado por sus tres hijas comprometidas, quienes al igual que él de joven, velaban porque nada le falte. La interrogante que siempre venía a mi mente mientras aún lo tenía cerca de mí era: ¿Estará cómodo recibiendo mantención y sin efectuar ninguna actividad?
Verlo sentado a este curioso y longevo sujeto el último día de la semana trajo a mi memoria las constantes iniciativas que tomaba mi abuelo con el objetivo de no sentirse vacío, de sentirse útil para el mundo. Mientras los adolescentes sentimos flojera por estar cargado de actividades, ellos piden todo lo contrario. Gustan sentirse considerados y saber que se ganan algo a pulso.
Así como mi difunto abuelo y la persona sentada del domingo, existen múltiples casos en los cuales llegan al tiempo extra de sus vidas sin recibir ninguna pensión, sin tener seguro social, sin ser receptores de algún programa del estado que pueda permitirles sentirse considerados por la sociedad, útiles para sus familias, y transformar ese tiempo extra, en un segundo tiempo de revancha.
Según el INEI en Lima Metropolitana existe un porcentaje de 57.3% de población adulta mayor que se encuentra inactiva y más del 25% no tiene acceso a algún seguro. Es decir, ellos forman parte de esos números.
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Mi abuela se llama Claudia, está a punto de llegar a los cien años de edad, aunque no parece; pero conserva aún sus ganas de aprender yendo a un programa de lectura ubicado en la capilla del barrio. Su corta visión, su mano lesionada y sus lentos pasos (muy lentos) no son impedimento para que los fines de semana se vuelva una colegiala de tercera edad. Su centenario de vida será un logro enorme para su vida, más aún si lo recibe estudiando.
Cuando hay elecciones es la primera en acercarse a votar, a pesar que no conoce a ningún candidato. No sé si es un privilegio o no, ir a las urnas con el desconocimiento de que político es peor, no conocer la verdad nos ciega; pero algunos viven mejor cegados de forma involuntaria. Claudia era uno de ellos, de manera inocente, sin culpa. No obstante, nos muestra su dedo manchado de tinta, carismática por ejercer su derecho democrático.
Ser espectador de que ella elija autoridades públicas, me da el sabor que aún ella se acuerda del estado, pero él no, como si se tratara de una relación vacía sin reciprocidad.
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Tuve que pasar cerca al anciano y saludé con un “buenos días”, pero recibí como respuesta un profundo silencio. ¿Me habrá escuchado? ¿O no le interesó en lo más mínimo mi saludo? Se paró como si mi presencia formara parte de un rechazo a que esté cerca de mí puerta, caminó lentamente y se metió a la tienda de la vecina (su nieta), cogió un periódico tirado en la mesa de la bodega y desapareció.
En la capital más del 30% de familias conservan a sus miembros de tercera edad, ellos viven la etapa de la consecuencia, por más duro que parezca, son la conclusión final de décadas de vida en las cuales cada uno decidió la forma adecuada de llevar sus rutinas.
Algunos intentan ganarse lo suyo con la poca fuerza que les queda, pero con el gran corazón que los empuja. No le temen a la soledad, mucho menos a la muerte, le tienen miedo a la inactividad. Es poco probable que te digan “No” para ayudarte en lo que sus cuerpos soporten. Delegarles alguna responsabilidad es como regresarlos a la juventud.
Son la vieja escuela, esa generación que llena las calles con polos del Fonavi, aquella que recibe pensión 65, las que acceden al vaso de leche, las que que su voz es escuchada por los nietos como expresión de sabiduría; sí, esa generación ruega en su conciencia recuperar la fortaleza de antes para recuperar el mundo perdido, su mundo y su utilidad para el entorno que los rodea.
Llegar a viejo, es como ser niño, ahora eres atendido, mimado y hasta regañado. Solo que ahora eres un niño con marcas en la piel, ojeras pronunciadas. Ahora eres un niño más en la familia, uno respetado, un niño que cada día tiene menos dientes y no necesariamente producto de las caries, un niño que camina a paso lento, un niño con cabello blanco; un niño con unos “añitos de más”.
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